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jueves, 6 de marzo de 2014

Eclipses, oscuridad súbita e intimidad.

Recuerdo muy bien que cuando era niño me gustaba acostarme bocabajo en la cama con una almohada sobre mi cabeza pasarme una cobija por encima y formar un pequeño hueco entre la almohada y la cobija: “este es mi espacio” pensaba mientras me deleitaba ante el conocimiento de que “nadie más en todo el mundo sabe qué hay aquí”. Lo hacía a la hora de la siesta. A media tarde. 

Después, cuando crecí y tuve edad para entender los insondables misterios de Dios y el Universo en el catecismo, me sucedió que cada vez que estaba en mi espacio no podía dejar de pensar en ese Dios universal que todo lo sabe, que todo lo conoce y que todo lo ve. Fue un período de tribulación. No entendía muy bien cómo alguien o algo podía estar aquí sin que yo lo viera, o cómo alguien podría saber algo que yo no le había contado a nadie. Por un tiempo permití la incómoda presencia de Dios en mi espacio, pero después de un tiempo, decidí que no quería dejarlo entrar ahí y no se lo permití más. Mi espacio siguió siendo solo mío.

El 11 julio de 1991 había sido una fecha anticipadísima para todos en México. Sin duda fue un gran momento para ser niño y tener consciencia. Nos anunciaron que habría un eclipse total de sol que se verificaría en esa fecha. Lo recuerdo perfectamente: mis hermanos y yo estuvimos en la pendiente de cemento y piedras que llevaba al acceso principal de nuestra casa de la infancia, teníamos unos dispositivos que nos habían enseñado a fabricar en la televisión (no recuerdo si el Tío Gamboín o El Gato GC o Cositas): era una hoja de papel con un hoyo perforado en el centro. 

El evento tuvo un gran efecto en mí: fue al mismo tiempo un recordatorio y una perspectiva. La emoción de ver el día convertirse en noche y los animales apearse para dormir. Lo que sentí en ese momento sólo se podría comparar con aquella vez que las turbulencias de un vuelo transatlántico tiraron de bruces a la hermosa azafata de KLM: miedo, terror, incertidumbre, emoción. Seguramente todo lo que tenía en mente Aristóteles. 

De alguna manera, pensé, los 6 minutos del eclipse fueron una extensión de mi espacio

Hay algo fascinante en la oscuridad, algo atrayente en el secreto que sugiere. No sé si por esa fascinación que siento aún hoy por esa oscuridad súbita es que quise ser (fallidamente) dark en la preparatoria. Todo falló, hoy lo sé, porque ser dark implicaba serlo las 24 horas del día y a mí lo que me gusta es que haya pequeños momentos oscuros en el día. Esa oscuridad cegadora, que pierde los pasos y esconde los muebles. 


Todavía hoy me gusta la sensación del momento en el que se apagan las luces del cine o cuando en un salón se cierran las persianas y los ojos aún no se adaptan o cuando alguien pasa por la ventana y una sombra recorre la habitación. En esas pequeñas fracciones de segundo, tengo un espacio. 

lunes, 18 de marzo de 2013

Inspiración: el libro.

La inspiración -las ganas, más bien -de escribir, llegan en los momentos más raros. Cuando tengo una treintena de etiquetas para categorías sintácticas para datos orales que re-revisar o cuando escucho una canción o cuando me como una torta de milanesa.

Las 'ganas de' son una cosa, completamente diferente a 'tener de qué' escribir. Uno no necesariamente tiene algo interesante o innovador que plasmar por escrito o siquiera algo importante que transmitir. A veces, uno simplemente tiene que escribir. Aunque, se los digo de una vez, tampoco hay que confundir estas ganas con aquello que los 'amantes empedernidos de la literatura, los libros y la escritura' consideran como: "una necesidad orgánica, vital y equivalente a comer, dormir o -los más ineptos -hacer el amor".

Las ganas de escribir a las que yo me quiero referir ahora son, más bien, parecidas a las ganas de echarse una cervecita, a las de tomar la siesta a la sombra durante un día terriblemente caluroso, a las de echarse panza arriba al vaivén de las olas o bien, a las de visitar a un amigo/a, nomás por hacerlo.

Siempre he tenido la impresión -y reconozco que he sido incapaz de plasmarlo en cualquier lugar -de que la escritura, la lectura, la literatura y, en última instancia, el arte, son conceptos harto sobrevaluados: aborrezco aquellas actitudes del que, creyéndose iluminado-poseedor de una verdad superior, juzga a quien no encuentra en la interesantes sus mismos supuestos. Vivimos rodeados de una subespecie de alienados (por usar un concepto trasnochado) en la autocomplacencia de la manipulación un objeto elevado a un pedestal cercano al fetichismo: el libro.

Los libros brindan placer (como objeto), conocimiento (como depositario del conocimiento, historia e historias), autoconocimiento (como continuación de la memoria colectiva), lo que el libro no brinda -aquí la falacia, aquí lo que se debe combatir abiertamente -es la posibilidad de ser mejor. En todo caso, una mala interpretación de lo que el libro es potencia -como cualquier tecnología creada por el hombre -las cualidades de un sujeto: hace peor al peor, mejor al mejor y hace cambiar al dispuesto.      

viernes, 27 de enero de 2012

¡Sea serio, joven! / El miedo

I.

Este blog se ha caracterizado por su falta de sistematicidad, de orden, de ubicación de temas centrales y en general de estilo. Y eso es cosa que, créanme ¡oh lectores esforzados! me tiene completamente sin cuidado.

El post de hoy está inspirado (más bien el título) en una de las grandes frases que decía una de mis profesoras de la licenciatura cuando alguno de los gañanes que solían ser mis compañeros hacían una gracejada: ¡Sea serio, joven!

Pero esto viene al caso porque el post de hoy (no es que los otros no lo fueran) tiene la intención de ser serio. En fin, ahí va.

II.


¿Qué pasaría con nosotros si perdiéramos el miedo a los asaltos, a las enfermedades, a perder a algún ser querido, a la muerte? Como si un día nos despertáramos y nos diéramos cuenta de la finitud de la vida, de lo poco duradera que será nuestra memoria y, en general, de lo poco importantes que somos en el gran esquema cósmico. Afortunadamente no es así y, afortunadamente, tenemos miedo. Siempre.

     Ya se sabe, se ha dicho una y otra vez en diversas formas y por una cantidad ingente de personas que el miedo rige. Si el miedo no formara parte de nuestra dotación de humanidad (o en general de ser vivo) no seríamos capaces de mantener nuestra propia vida intacta y, mucho menos, la vida de otros. Seríamos, como se dice, inexistentes.

     Tampoco es que el miedo sea una constante del tiempo consciente y de vigilia, más bien pareciera ser que el miedo es una latencia del sueño y la inconsciencia y como tal, parece cumplir su función de manera adecuada: nos regula, evita que seamos osados de manera extrema (incluso los retadores del peligro o los que practican deportes extremos están supeditados al miedo propio o de otros, pues siempre usan líneas de seguridad, arneses, cascos, etcétera). No parece plausible imaginar a una especie sin miedo, entendido como un factor regulador de la conducta que incluye la precaución, la posibilidad de detectar el peligro, de huir o, incluso, de combatir.

     El miedo, como lo hemos presentado, del mismo modo que otras estructuras del pensamiento que típicamente no son accesibles al componente consciente del mismo, es susceptible de ser racionalizado, traído a la consciencia y, de esta manera, puede provocar comportamientos que estén basados exclusivamente en su propia consideración: habría pues una tendencia exponenciada a evaluar los resultados adversos de una acción, se detectaría peligro en cada actividad, se tendría una tendencia exagerada a huir o bien, a combatir. No es cosa simple, por lo tanto, que una persona sea consciente constantemente de su propio miedo (que no de sus miedos).

    Es un hecho evidente que el miedo puede y es manipulado con diversos objetivos y efectos: una madre le dice a su hijo que no suba las escalera porque un personaje odioso aparecerá y se lo llevará, un profesor puede enunciar a sus alumnos la serie de consecuencias funestas derivadas de no hacer las lecturas o entregar los ensayos requeridos para la clase o bien, el presidente de un país puede enumerar a su población la serie de peligros que los rodean y de los cuales, deben ser protegidos. En todos los casos vemos que la estrategia (con diferentes objetivos) es la misma: x hace ver a y los peligros de los que puede ser objeto. Cuando x hace esto está activando en y la capacidad que éste  tiene para ser consciente de su miedo, la capacidad que tiene para calcular el peligro, la capacidad que tiene para restringir su conducta y, en última instancia, la pulsión por conservar la integridad y salvar la vida.   

     Finalmente, para volver al inicio y responder aquella pregunta, la respuesta es sencilla pero no del todo evidente: si perdiéramos el miedo dejaríamos de existir, simplemente porque seríamos incapaces de conservar la integridad y salvar la vida; por otro lado, el miedo consciente provocado por el plan de x (padres, instituciones o gobiernos e incluso nosotros mismos) es, sin duda alguna, fuente de serias dificultades para la búsqueda de experiencias de cualquier tipo. Vale la pena, creo, ser capaces de reconocer aquel miedo que nos es externo, evaluarlo y considerar si vale la pena (en la medida que nos permite o no conservar la integridad y la vida) retenerlo, desecharlo o reestructurarlo o si, por otro lado, responde a las necesidades que alguien más, en nuestro detrimento, se ha planteado para su beneficio.