Como cualquier niño de su edad y de su tiempo, Leo era poco impresionable. Lo había visto todo, lo había escuchado todo; había jugado todos los juegos que había disponibles, había visto todos los documentales que el hombre era capaz de producir, conocía las series más recientes y era capaz de reprender tanto a sus padres como a sus compañeros de clase ante errores básicos en el procesamiento de cualquier tipo de información. Como cualquier niño de su edad y de su tiempo, Leo era un problema para todos.
Lejos de admirarse, como el resto de las personas, de cómo “los niños de ahora son tan buenos con la tecnología”, Esteban, se sentía incómodo en la presencia de niños como Leo. Sentía una repulsión antinatural por todo lo que pudiera salir de sus chimuelas bocas, un desprecio absoluto por su sapiencia de Wikipedia y una lástima por los asombrados padres, tíos y abuelos.
Leo jugaba desinteresadamente a las cartas con el resto de su familia, mientras revisaba las notificaciones de sus cuentas de redes sociales en una tableta absurdamente nueva y en el teléfono móvil leía y respondía a mensajes grupales sobre “quién asquerosamente se había besado con quién”. Exigió a su madre un pedazo de panqué con mantequilla. A Esteban le parecía vomitiva la manera en la que todos se admiraban con la “habilidad del niño para hacerlo todo” y le parecía estúpido que Leo supiera que era admirado por los mayores.
Esteban se cuidaba de no hacer evidente el repudio que le producía el hijo de su hermana mayor. Simplemente intentaba alejarse lo más posible de una situación en la que tuviera que interactuar con el genio en ciernes. Cada vez que alguien lanzaba una frase halagüeña al enfant terrible “!Carajo! Pero ¿cómo hace para usar la computadora así?” No dejaba de pensar en la frase que había escuchado decir a uno de los amigos de su padre: “el hijo propio siempre es el más guapo, aunque tenga un cuerno en la espalda”.
Leo perdía la paciencia muy rápidamente, no era capaz de soportar que el jugador a su izquierda tardara tanto en hacer un movimiento, le molestaba que a su última foto llegaran comentarios con faltas de ortografía -los borraba de inmediato -le parecía ridículo que, por un lado, las niñas de su clase pasaran el día pegando imágenes de gatos en situaciones graciosas y que, por el otro, los niños pegaran fotos de jugadores de futbol o automóviles imposibles. Es cuando se pone a ver por la ventana.
Hay algo en la escena que enardece a Esteban. No sabe exactamente qué es, si que los adultos se hagan pasar por completos tontos o la absurda suficiencia con la que Leo hace rabietas. En cualquier caso Esteban no está para participar en ese teatro lastimero. Decide que es hora de que todos entren en razón, de que se den cuenta de que los niños han sido iguales en todas las épocas de la historia de la humanidad, de que no hay tal cosa como “niños más inteligentes”, de que los adultos van a sentir, quieran o no, una natural fascinación por los niños. Esteban está decidido a evitar que su sobrino se convierta en un monstruo insoportable -está convencido de que aún es tiempo de corregirlo - odiado por todos. Con la mayor naturalidad del mundo -para que nadie note que está haciéndolo para derrumbar esta puesta en escena de necios -Esteban se levanta del cojín en el que está sentado para dar sus primeros pasos.
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