martes, 22 de abril de 2014

Esteban o el mundo como lo conocemos.

Como cualquier niño de su edad y de su tiempo, Leo era poco impresionable. Lo había visto todo, lo había escuchado todo; había jugado todos los juegos que había disponibles, había visto todos los documentales que el hombre era capaz de producir, conocía las series más recientes y era capaz de reprender tanto a sus padres como a sus compañeros de clase ante errores básicos en el procesamiento de cualquier tipo de información. Como cualquier niño de su edad y de su tiempo, Leo era un problema para todos.

Lejos de admirarse, como el resto de las personas, de cómo “los niños de ahora son tan buenos con la tecnología”, Esteban, se sentía incómodo en la presencia de niños como Leo. Sentía una repulsión antinatural por todo lo que pudiera salir de sus chimuelas bocas, un desprecio absoluto por su sapiencia de Wikipedia y una lástima por los asombrados padres, tíos  y abuelos. 

Leo jugaba desinteresadamente a las cartas con el resto de su familia, mientras revisaba las notificaciones de sus cuentas de redes sociales en una tableta absurdamente nueva y en el teléfono móvil leía y respondía a mensajes grupales sobre “quién asquerosamente se había besado con quién”. Exigió a su madre un pedazo de panqué con mantequilla. A Esteban le parecía vomitiva la manera en la que todos se admiraban con la “habilidad del niño para hacerlo todo” y le parecía estúpido que Leo supiera que era admirado por los mayores. 

Esteban se cuidaba de no hacer evidente el repudio que le producía el hijo de su hermana mayor. Simplemente intentaba alejarse lo más posible de una situación en la que tuviera que interactuar con el genio en ciernes. Cada vez que alguien lanzaba una frase halagüeña al enfant terrible “!Carajo! Pero ¿cómo hace para usar la computadora así?” No dejaba de pensar en la frase que había escuchado decir a uno de los amigos de su padre: “el hijo propio siempre es el más guapo, aunque tenga un cuerno en la espalda”. 

Leo perdía la paciencia muy rápidamente, no era capaz de soportar que el jugador a su izquierda tardara tanto en hacer un movimiento, le molestaba que a su última foto llegaran comentarios con faltas de ortografía -los borraba de inmediato -le parecía ridículo que, por un lado, las niñas de su clase pasaran el día pegando imágenes de gatos en situaciones graciosas y que, por el otro, los niños pegaran fotos de jugadores de futbol o automóviles imposibles. Es cuando se pone a ver por la ventana. 


Hay algo en la escena que enardece a Esteban. No sabe exactamente qué es, si que los adultos se hagan pasar por completos tontos o la absurda suficiencia con la que Leo hace rabietas. En cualquier caso Esteban no está para participar en ese teatro lastimero. Decide que es hora de que todos entren en razón, de que se den cuenta de que los niños han sido iguales en todas las épocas de la historia de la humanidad, de que no hay tal cosa como “niños más inteligentes”, de que los adultos van a sentir, quieran o no, una natural fascinación por los niños. Esteban está decidido a evitar que su sobrino se convierta en un monstruo insoportable -está convencido de que aún es tiempo de corregirlo - odiado por todos. Con la mayor naturalidad del mundo -para que nadie note que está haciéndolo para derrumbar esta puesta en escena de necios -Esteban se levanta del cojín en el que está sentado para dar sus primeros pasos. 

jueves, 6 de marzo de 2014

Eclipses, oscuridad súbita e intimidad.

Recuerdo muy bien que cuando era niño me gustaba acostarme bocabajo en la cama con una almohada sobre mi cabeza pasarme una cobija por encima y formar un pequeño hueco entre la almohada y la cobija: “este es mi espacio” pensaba mientras me deleitaba ante el conocimiento de que “nadie más en todo el mundo sabe qué hay aquí”. Lo hacía a la hora de la siesta. A media tarde. 

Después, cuando crecí y tuve edad para entender los insondables misterios de Dios y el Universo en el catecismo, me sucedió que cada vez que estaba en mi espacio no podía dejar de pensar en ese Dios universal que todo lo sabe, que todo lo conoce y que todo lo ve. Fue un período de tribulación. No entendía muy bien cómo alguien o algo podía estar aquí sin que yo lo viera, o cómo alguien podría saber algo que yo no le había contado a nadie. Por un tiempo permití la incómoda presencia de Dios en mi espacio, pero después de un tiempo, decidí que no quería dejarlo entrar ahí y no se lo permití más. Mi espacio siguió siendo solo mío.

El 11 julio de 1991 había sido una fecha anticipadísima para todos en México. Sin duda fue un gran momento para ser niño y tener consciencia. Nos anunciaron que habría un eclipse total de sol que se verificaría en esa fecha. Lo recuerdo perfectamente: mis hermanos y yo estuvimos en la pendiente de cemento y piedras que llevaba al acceso principal de nuestra casa de la infancia, teníamos unos dispositivos que nos habían enseñado a fabricar en la televisión (no recuerdo si el Tío Gamboín o El Gato GC o Cositas): era una hoja de papel con un hoyo perforado en el centro. 

El evento tuvo un gran efecto en mí: fue al mismo tiempo un recordatorio y una perspectiva. La emoción de ver el día convertirse en noche y los animales apearse para dormir. Lo que sentí en ese momento sólo se podría comparar con aquella vez que las turbulencias de un vuelo transatlántico tiraron de bruces a la hermosa azafata de KLM: miedo, terror, incertidumbre, emoción. Seguramente todo lo que tenía en mente Aristóteles. 

De alguna manera, pensé, los 6 minutos del eclipse fueron una extensión de mi espacio

Hay algo fascinante en la oscuridad, algo atrayente en el secreto que sugiere. No sé si por esa fascinación que siento aún hoy por esa oscuridad súbita es que quise ser (fallidamente) dark en la preparatoria. Todo falló, hoy lo sé, porque ser dark implicaba serlo las 24 horas del día y a mí lo que me gusta es que haya pequeños momentos oscuros en el día. Esa oscuridad cegadora, que pierde los pasos y esconde los muebles. 


Todavía hoy me gusta la sensación del momento en el que se apagan las luces del cine o cuando en un salón se cierran las persianas y los ojos aún no se adaptan o cuando alguien pasa por la ventana y una sombra recorre la habitación. En esas pequeñas fracciones de segundo, tengo un espacio.