Este blog se ha caracterizado por su falta de sistematicidad, de orden, de ubicación de temas centrales y en general de estilo. Y eso es cosa que, créanme ¡oh lectores esforzados! me tiene completamente sin cuidado.
El post de hoy está inspirado (más bien el título) en una de las grandes frases que decía una de mis profesoras de la licenciatura cuando alguno de los gañanes que solían ser mis compañeros hacían una gracejada: ¡Sea serio, joven!
Pero esto viene al caso porque el post de hoy (no es que los otros no lo fueran) tiene la intención de ser serio. En fin, ahí va.
II.
¿Qué
pasaría con nosotros si perdiéramos el miedo a los asaltos, a las enfermedades,
a perder a algún ser querido, a la
muerte? Como si un día nos despertáramos y nos diéramos cuenta de la finitud de
la vida, de lo poco duradera que será nuestra memoria y, en general, de lo poco
importantes que somos en el gran esquema
cósmico. Afortunadamente no es así y, afortunadamente, tenemos miedo.
Siempre.
Ya
se sabe, se ha dicho una y otra vez en diversas formas y por una cantidad
ingente de personas que el miedo rige. Si el miedo no formara parte de nuestra
dotación de humanidad (o en general de ser
vivo) no seríamos capaces de mantener nuestra propia vida intacta y, mucho
menos, la vida de otros. Seríamos, como se dice, inexistentes.
Tampoco
es que el miedo sea una constante del tiempo consciente y de vigilia, más bien
pareciera ser que el miedo es una latencia del sueño y la inconsciencia y como
tal, parece cumplir su función de manera adecuada: nos regula, evita que seamos
osados de manera extrema (incluso los retadores
del peligro o los que practican deportes
extremos están supeditados al miedo propio o de otros, pues siempre usan
líneas de seguridad, arneses, cascos, etcétera). No parece plausible imaginar a
una especie sin miedo, entendido como un factor regulador de la conducta que
incluye la precaución, la posibilidad de detectar el peligro, de huir o,
incluso, de combatir.
El
miedo, como lo hemos presentado, del mismo modo que otras estructuras del
pensamiento que típicamente no son accesibles al componente consciente del
mismo, es susceptible de ser racionalizado, traído
a la consciencia y, de esta manera, puede provocar comportamientos que
estén basados exclusivamente en su propia consideración: habría pues una
tendencia exponenciada a evaluar los resultados adversos de una acción, se
detectaría peligro en cada actividad, se tendría una tendencia exagerada a huir
o bien, a combatir. No es cosa simple, por lo tanto, que una persona sea
consciente constantemente de su propio miedo (que no de sus miedos).
Es
un hecho evidente que el miedo puede y es manipulado con diversos objetivos y
efectos: una madre le dice a su hijo que no suba las escalera porque un
personaje odioso aparecerá y se lo llevará, un profesor puede enunciar a sus
alumnos la serie de consecuencias funestas derivadas de no hacer las lecturas o
entregar los ensayos requeridos para la clase o bien, el presidente de un país
puede enumerar a su población la serie de peligros que los rodean y de los
cuales, deben ser protegidos. En
todos los casos vemos que la estrategia (con diferentes objetivos) es la misma:
x hace ver a y los peligros de los que puede ser objeto. Cuando x hace esto está activando en y la capacidad que éste tiene para ser consciente de su miedo, la
capacidad que tiene para calcular el peligro, la capacidad que tiene para
restringir su conducta y, en última instancia, la pulsión por conservar la
integridad y salvar la vida.
Finalmente,
para volver al inicio y responder aquella pregunta, la respuesta es sencilla
pero no del todo evidente: si perdiéramos el miedo dejaríamos de existir,
simplemente porque seríamos incapaces de conservar la integridad y salvar la
vida; por otro lado, el miedo consciente provocado por el plan de x (padres, instituciones o gobiernos e
incluso nosotros mismos) es, sin duda alguna, fuente de serias dificultades
para la búsqueda de experiencias de cualquier tipo. Vale la pena, creo, ser
capaces de reconocer aquel miedo que nos es externo, evaluarlo y considerar si
vale la pena (en la medida que nos permite o no conservar la integridad y la
vida) retenerlo, desecharlo o reestructurarlo o si, por otro lado, responde a
las necesidades que alguien más, en nuestro detrimento, se ha planteado para su
beneficio.