A lo largo de la vida uno va haciendo cosas, conociendo gente, olvidando a otras tantas y; sin embargo, siempre hay algunas -cosas y personas -que merecen ser mencionadas aparte, que por alguna razón [algunas veces poco trascendental] se recordarán por más tiempo que otras. Hoy, hace unas horas, sucedió algo que, como dijera J. Luis: en su insignificancia, encerraba una gran verdad. Por lo menos me pareció en su momento, el espejo de una situación más general.
Samuel y un servidor, amable lector, veníamos de regreso a nuestras respectivas jaulas, perfectamente instalados en la Ruta 3 [Libertad - Zaragoza - Zavaleta], eran cerca de las diez de la noche, pasadas, para ser más específicos. El bus estaba atascado, toda clase de personas estábamos en él, como es común en esta ciudad cada vez más extraña, por decir lo menos: muchachas solitarias en faldas cortísimas, compañeros de trabajo que regresan después de una extenuante jornada, parejas felices, parejas enojadas, obreros solitarios que esconden la cara en el rincón más alejado de la vista de cualquiera para comenzar a platicar con el sueño, catrines trajeados haciendo gala de un perfecto engominado, corbata y camisas impecables y una serie de dispositivos electrónicos de comunicación como salidos de CSI: Miami; estudiantes somnolientos y, por supuesto, los borrachines. La escena que les relataré, atentos y comprensivos lectores, es protagonizada por estos últimos: los borrachines juveniles, despreocupados y bulliciosos. Samuel y yo veníamos hablando de s-e-n-d-o-s e importantes temas, cuando en el fondo del camión, breves momentos después de detenerse éste, se escuchó un golpe seco en el piso del automotor, como si alguien golpeara con la palma de la mano un costal de harina o de azúcar, o tal vez como los sonidos que se escucharon en la escena de Rocky, cuando el púgil entrena con las reses en canal en aquél gran y mítico congelador.
Inmediatamente, mi paranóico sentido de la autoconservación me hizo voltear a tratar de identificar lo que había causado el ruido, pero no puede ver nada, la amenaza no era evidente. Poco después de esto comentarios ofendidos y jocosos, asqueados y de reprobación comenzaron a escucharse: uno de los pre adolescentes, seguro experimentando sus primeros coqueteos de embriaguez, había "dejado un regalito" antes de salir del camión. Justo en la escalerilla de descenso había dejado sendo vomitón. Pude constatarlo cuando un desagradable e inconfundible olor
inundó el ambiente. ¡Puaj! Mi primera reacción, entre indignación y risa, derivó finalmente en algo muy cercano a la nostalgia:
¿qué fue de aquellos momentos [si alguna vez existieron] de despreocupado desenfado?
Todo fue pronto olvidado cuando el compañero del conductor con un poco de agua y mucho limpiador de pisos, de un solo movimiento, terminó con los olores y cualquier rastro del desaguisado.
"Qué tolerante es la gente en general ante estas circunstancias, porque uno nunca sabe cuándo será el que esté en esa circunstancia."
-S.E.M.