Oro, frenesí absoluto por la posesión, infame deseo de lo efímero, cruel tragedia andante, veneno de las entrañas.
Dime: ¿cuál de todos estos prefires, hijo? La miró y volteó inmediatamente, fijando su mirada allá, en el horizonte, más allá del reluciente cristal de la ventana, allá, donde la mirada sólo especula. Sobre la mesa había dejado tres cajas pequeñas, cada una más interesante que la que la flanqueaba, no sé, estaba confundido, las quiero todas, ella le había dicho que sólo podía esoger una este año. Daba igual cuál escogiera, de cualquer modo no conocía su contenido, así que lo que sea que está dentro, es ganancia, no puede ser tan malo, en mi cumpleaños sólo cosas buenas me pueden dar. ¡Quiero esta! Saltó de la silla, qué tendrá, no sé, abrirla. Con cuidado. La cajita era de madera, pintada de azul con volutas color oro sobre la tapa, los lados y la base. En la parte de atrás, donde se articulaban unas bisagras delicadamente construidas, tan pequeñas, tan elaboradas y tan brillantes, estaba magistralmente pintado un león agazapado con melena dorada y portentosas garras, bajo el león, decía con letras góticas apenas legibles Leo de tribu Iuda. No sé, hijo, exactamente de dónde viene, pero era de mi abuelo y, según sé, cuando él era niño estás cajas ya tenían mucho tiempo en la familia, son algo así, como las joyas de nuestra familia, la herencia menos esperada, pero la más simbólica.
Tomó la llavesita que estaba sobre la tapa, la introdujo dentro de la pequeña cerradura, la hizo girar, abrió la tapa y, envuelto en una tela vieja, que presentaba razgos de haber sido roja, había una piedra color oro. Eso es, lo que piensas, eso eso. Y es tuyo hasta que tenga que ser de alguien más, hijo. Ahora los tesoros familiares empiezan a pesar sobre ti. Eso es, hijo, el oro de la familia.